Comentario
Las relaciones que se establecían entre los cultivadores del campo y el dominus eran las propias de clientes-patrono. Este patronato no es una institución nueva. Su documentación en las fuentes literarias y sobre todo epigráficas se remonta a la época de la conquista de Italia por Roma. En Hispania, los antecedentes del patronato romano habría que buscarlos en la fides y la devotio ibéricas y, sobre todo, en la hospitalitas celta. En esencia, estas relaciones patronales se establecían como un vínculo con obligaciones entre las dos partes que lo suscribían, pero en un plano de desigualdad. Generalmente, el patrón se comprometía a la defensa de la colectividad, mientras ésta pasaba a su tutela suscribiendo una fidelidad eterna al patrono, pues el patronato era vitalicio y hereditario. Durante el Alto Imperio eran las ciudades las que elegían patronos entre los sectores de la oligarquía vinculados a la administración central y muchos acueductos, templos u obras diversas en las ciudades eran debidas a la acción del patrono al que se erigía una placa llena de elogios por parte de la ciudad.
Durante el Bajo Imperio, y a medida que el eje económico y social va desplazándose hacia el campo, el patronato sufre una serie de modificaciones y se convierte en patrocinio rural y patrocinia vicorum. Sabemos que donde primero se ejerció este tipo de patronato fue en Oriente pero, posteriormente, se extendió a todo el Imperio.
Los patronos a los que estos vicarii o aldeanos elegían eran curatores civitatis, empleados del fisco, prefectos de la ciudad o del pretorio... Pero estos funcionarios eran, al mismo tiempo, propietarios de la tierra. De este modo detentaban el prestigio de los cargos públicos a la vez que la utilización de sus clientelas. Durante el siglo V encontramos otro tipo de patronato no menos importante: el de los militares. A lo largo del siglo III las relaciones entre campesinos y soldados van haciéndose más estrechas. Ya desde los tiempos de Cómodo y Septimio Severo eran los soldados los encargados de presentar ante el emperador las peticiones de los campesinos. Los soldados habían conservado mucho mejor que otras clases las relaciones con sus pueblos primitivos, cuyos habitantes veían en ellos a sus patronos y protectores naturales. Pero es a partir de Diocleciano cuando se generaliza la elección de patronos entre los militares. Las causas de este patrocinio militar habría que buscarlas principalmente en la inseguridad de la época creada por las invasiones y en el hecho de que la percepción de impuestos exigía en algunos casos la colaboración de los soldados, teniendo estos oficiales el poder de acelerar o no el pago de los impuestos, lo que explica que muchos campesinos, viéndose desvalidos, se refugiasen bajo tales patronos. Así, el patronato se puede describir como un mecanismo de defensa del débil por el poderoso, que tiene la capacidad de hundirlo o ayudarle. También la Iglesia, que empieza a manifestarse como una institución poderosa y capaz de resistir a la administración imperial, ejerce el patronato aunque principalmente sobre las ciudades.
Pero la autonomía que alcanzó tal relación entre patronos-clientes (impuestos que escapan al Estado, defensa jurídica muy parcial, ejércitos particulares -bandas armadas-, etc.) sin control de la administración imperial, más grave aún cuando se trataba de funcionarios del Estado, llegó a suponer un peligro de disgregación de la sociedad romana. Para intentar frenar el peligro que la institución del patronato había llegado a suponer para la integridad del Imperio, Valentiniano I creó en el 368 la figura del defensor plebis. Venía éste a ser un patrono reconocido por el Estado y situado por encima de los demás patronos. Sus funciones consistían principalmente en defender a los clientes de los abusos de los patronos que hacían un uso arbitrario del poder. El pueblo estaba tan oprimido por la burocracia estatal como por sus patronos, tanto militares como civiles. En los juicios se ocupaba de defender a los pobres y procuraba que los impuestos no recayeran en los sectores sociales más desvalidos. Pero en la práctica, esta institución tardó poco en desvirtuarse: el defensor plebis llegó a ser un nuevo tirano de la plebe pues sus denuncias o defensas se compraban igual que las de los patronos. Cierto que la misión del defensor plebis resultaba muy difícil y vulnerable como para cortar de raíz los abusos. No podía frenar la tendencia feudal generalizada que poco a poco va marcando las relaciones de dependencia de los clientes respecto a sus patronos latifundistas y/o jefes militares.
En Hispania las noticias sobre patronatos rurales comienzan a ser más abundantes a comienzos del siglo VI, pero su existencia está generalizada desde mediados del siglo IV, al igual que en las demás provincias occidentales. Estos pactos adoptaban durante el Bajo Imperio la forma de compromisos verbales o documentos privados, razón por la que no son reflejados en epígrafes. Pero otros testimonios verifican esta situación. Así, en el Concilio de Toledo del año 400 se prohíbe ordenar clérigos a aquellos que tuviesen una relación de dependencia con alguien si ésta no se rompía antes. En el canon 10 se designa explícitamente a los que detentan estas relaciones de dependencia como señores o patronos.
Hemos hablado antes de cómo a través del patronato se canalizaba la existencia de las bandas o ejércitos privados. Ya nos hemos referido más arriba al caso de los parientes del emperador Honorio que defendieron los Pirineos en 408-409 con un ejército privado de esclavos y campesinos de sus predios. En otros casos no tenemos evidencias particulares explícitas de la actuación concreta como patronos de muchos latifundios pero, como hemos dicho, este tipo de relación de dependencia era la que sustentaba las relaciones entre siervos y domini durante esta época.
Las informaciones que tenemos sobre los domini o possessores hispanos son escasas y más difícil resulta la localización de sus predios. Así, se supone que los fundos de Dídimo y Veriniano estaban situados no lejos de Palencia y los bárbaros aliados con Constante, una vez que penetraron en la Península, fue la primera región que devastaron. También se sabe, según Sidonio Apolinar, que el poeta Merobaudes, nacido en la Betica y yerno de Asturius, que fue cónsul en el 449 y al que no sabemos bien por qué se le había erigido una estatua en el Foro de Trajano, tenía latifundios en la Betica aunque no se puede precisar más. Otro tanto sucede con las posesiones que tenía Melania en Hispania. Esta mujer, perteneciente a la aristocracia senatorial de Roma, poseía gran número de latifundios diseminados por diversas provincias del Imperio y sabemos que en el 382-383 vendió un fundo situado en la Península Ibérica. Más precisas son las informaciones de Ausonio -al que ya nos hemos referido a propósito de su correspondencia con Paulino de Nola- que describe la Civitas Vasotica, fundo de su propiedad situado en la Novempopulonia, próxima a Navarra. Esta finca tenía 1.050 iugera, 200 de los cuales estaban dedicados a tierras de labor, 100 de viñedos, 50 de prados y 700 de monte.
Sabemos que Terasia, la mujer de Paulino de Nola, pertenecía a una rica familia hispana y tenía grandes propiedades, que algunos autores sitúan en la provincia de Toledo a partir de referencias bastante poco precisas del propio Paulino.
Había también en la Península tierras pertenecientes al Emperador, algunas de ellas provenientes de confiscaciones. El Libellus precum, documento escrito por dos presbíteros pertenecientes al movimiento luciferiano (secta que posteriormente veremos) nos relata que Potamio, obispo de Lisboa, había obtenido de Constancio II un fundus público ambicionado hacía tiempo por él y que probablemente estuviera próximo a Lisboa. Este fundo fue el precio que el emperador arriano pagó a Potamio por la condena expresa de éste a la fe de Nicea.
También en Hispania tenía propiedades una tal Lucila. Esta mujer, aunque hispana, vivía en Cartago a comienzos del siglo IV y había sido una de las primeras conversas a la secta cristiana denominada donatista -por el nombre de Donato, su fundador-. A esta Lucila le atribuye San Jerónimo la acción más decisiva en el origen y afianzamiento del donatismo puesto que, según relata, la mayoría de los obispos reunidos en el Concilio de Cartago en el año 312 habían sido comprados con el oro de Lucila. Sufragó los gastos de viaje, su estancia en Cartago, el local para las reuniones y, según dice Agustín, añadió a estos dispendios una remuneración de 400 folles para cada obispo. Cabe suponer por consiguiente que fuera una mujer rica y que sus propiedades también debieran serlo, pero no parece que tuviera muchos contactos con Hispania porque el donatismo, que tan fervorosamente apoyaba, no parece haber arraigado allí.
La vida de estos latifundistas, disfrutando del tiempo libre para el estudio en sus grandes villas, es descrita en términos grandilocuentes por el poeta hispano Prudencio. Dedicados casi exclusivamente a su vida privada y aparentemente entregados a una soledad erudita, pero de hecho dedicados a proteger sus grandes propiedades, estos nuevos aristócratas desarrollan un estilo de vida insolidario con la propia existencia del Imperio Romano. Como señala Brown: "Quizás la razón básica del fracaso del gobierno imperial fuera que los dos grupos principales del mundo latino -la aristocracia senatorial y la Iglesia Católica- minaran la fuerza del ejército y de la administración imperial y, tras haber dejado lisiados a sus protectores, se encontraron con que podían seguir actuando sin ellos". La desaparición del Imperio Occidental, por consiguiente, fue el precio pagado por la supervivencia del Senado y de la Iglesia Católica.